jueves, 31 de mayo de 2007

Jacinto Convit: el lado humano de la medicina

Melanny Hernández R.

Al verlo caminar por los pasillos del Instituto de Biomedicina de Caracas y de la Universidad Central de Venezuela (U.C.V.), con su paso lento pero firme, de inmediato se piensa que, ciertamente, “nadie se jubila de una forma de vivir”. Jacinto Convit ha dedicado casi 70 años de su vida a la investigación y al trabajo constante para hacer de la medicina, más que una rama del saber humano, una vía paradignificar la vida de quienes padecen alguna enfermedad.
Las mariposas amarillas de La Pastora
Jacinto Convit García, hijo de Francisco Convit y Martí, inmigrante catalán, y de Flora García Marrero, venezolana, nació en Caracas el 11 de septiembre de 1913, y tiene cuatro hermanos: Miguel Ángel, Reinaldo, René y Rafael.
Sus estudios de secundaria los realizó en el Liceo Andrés Bello, donde tuvo el privilegio de recibir clases del escritor Rómulo Gallegos y de Pedro Arnal. “Gallegos era excelente en matemáticas y filosofía. Muy poca gente sabe esto. Me enseñó una cantidad de cosas y salí bien en su materia. Saqué 20 puntos”, comenta Convit con su hablar ronco y pausado.
De su infancia en la apacible parroquia de La Pastora, en Caracas, Venezuela, al cobijo del cerro El Ávila, atesora dos imágenes. La primera de ellas: la Tía Teté, Enriqueta Callejas, quien vivía con la familia, y que a decir de un Convit que se torna melancólico, “era un ser de esos que forma parte de la historia que pasó y no se volverá a repetir”.
La otra remite a la miles de mariposas que bajaban de la montaña e inundaban las calles con su aleteo amarillo, y con las que se entretenía, especialmente en las vacaciones escolares. “…¡Eso sí era una belleza. Era la vida y punto!. Nosotros las cazábamos con unas mallitas improvisadas. Con los años, leí a García Márquez, ‘Cien años de soledad’ estaba cogiendo fama. Cuando leí lo de las flores amarillas, dije: ¡Hum!, éste como que vi vió en La Pastora!”, como señala. 1
Sus calificaciones, que le hicieron merecer menciones honoríficas en asignaturas como física y anatomía humana, anatomía descriptiva y topográfica, clínica médica y clínica quirúrgica entre otras, delatan su ahínco y dedicación como estudiante. “Estudiábamos mucho, con gran intensidad y había mucho que memorizar. Hubo una época en la que llegué a sentir una especie de cansancio. El número de horas que había que estudiar era grande”, evoca.
Cabo Blanco: la otra universidad
Jamás imaginó Convit que su paso por la leprosería de Cabo Blanco, en el otrora departamento Vargas, cerca de la capital venezolana, sería tan decisivo. Allí asistió en 1937, aun sin haberse graduado, a instancias de Martín Vegas, quien le impartía clases de dermatología en la Facultad de Medicina de la Universidad Central de Venezuela (U.C.V.).
Cabo Blanco, relata Convit, era una inmensa casona, hecha en 1906, en el gobierno de Cipriano Castro, donde se encontraban 1200 pacientes recluidos. “No sé qué era más impresionante si la enfermedad en sí o el rostro de dolor de aquellos seres. La lepra no tenía cura. A la gente la cazaban en la calle. Nadie se preguntaba que pasaría con el alma de aquellas personas, con sus familias. Los hospitalizaban tan sólo por sospechar que padecían la enfermedad. Se tapaban los espejos, como si el reflejo del mal fuese a contaminar hasta las sombras. Era un desastre”.1
Los recursos con los que contaban eran escasos. Además, no existían procedimientos terapéuticos para tratar a las personas que estaban allí, aun en contra de su voluntad; pues por aquellos años la Ley establecía que los enfermos de lepra, (enfermedad de Hansen), debían someterse al aislamientocompulsor. “…los tomaban del interior del país, los metían en un camión y los llevaban a las leproserías... los embarcaban en una goleta llamada “El Cisne” que venía y tardaba como 15 días. Así era la situación de difícil, que yo una noche recibí una persona maniatada con cadenas, lo traían de Oriente en un camión custodiado con gente armada, un pobre hombre que lo único que tenía era que había sido infectado con lepra”, relataba Convit a su colega el Dr. José Luis Ávila Bello, quien escribió una biografía sobre él.2
En 1990, Convit escribía que su permanencia en Cabo Blanco fue enriquecedora en el plano personal y profesional. “Aprendí a cuidar a los pacientes desempeñando labores de médico, juez, odontólogo y consejero, que sirvieron ampliamente para enriquecer mi conocimiento sobre la enfermedad y profundizar sobre el aspecto humano de los enfermos”.2
Cabo Blanco pasó de ser un sitio lúgubre para ser - durante siete años – otra universidad para Convit. Una que le habría de mostrar que la esencia de la medicina más que la ciencia debía ser lo humanista. “ Un médico es un ser que se debe al otro. Humanista no es estudiar literatura, ni latín ni griego, humanista es saber lo que la persona tiene y poderse poner en su lugar. Tener un concepto global.”
Después, en 1938, entró como médico residente a la leprosería. De ese período, recuerda gratamente la especie de cofradía que formó con ochos jóvenes residentes quienes – con más ilusión que malicia –pensaban que la leprosería “era como una cárcel que había que destruir”.
Esa prisión, oprimía a los enfermos no tanto por el cautiverio como por la soledad y el olvido del que eran objeto. “Había gente extraordinaria, pero contagiada. Más que una medicina, a veces necesitaban una conversación. A veces regañaba hasta al cura, porque se le pasaba la mano. Recuerdo que le decía: ellos también son feligreses”.1
Frutos del trabajo tenaz
Quien ha vivido para la ciencia con la intensidad que Convit lo ha hecho, tiene mucho que contar. Afortunadamente, tiene buena memoria. En ocasiones deja fluir la conversación y, rato después, luego de escarbar entre los recovecos de su mente, saca a relucir detalles de preguntas hechas con anterioridad. Sin embargo, pese a los saltos constantes de una época a otra, Convit se mantiene atento a todo cuanto ocurre a su alrededor.
En 1932 ingresó a la escuela de medicina de la Universidad Central de Venezuela (U.C.V.). Cinco años más tarde recibió el título de Bachiller en Filosofía, y enseguida presentó la tesis “Fracturas de la Columna Vertebral” que le hizo merecedor del título de Doctor en Ciencias Médicas en 1838. Luego, el 25 de junio de 1940 se registró en el Libro de Inscripción de los Médicos Residentes en el departamento.Libertador del Distrito Federal (actual estado Vargas) con especialización en medicina interna yenfermedades de la piel.
En aquel tiempo, el tratamiento contra la lepra consistía en el uso del aceite que se extraía de un árbol asiático llamado chamulgra. Con la colaboración de un químico danés de nombre Jorge Jorgesën, refinó el líquido y pudo atender a más pacientes.
Al proseguir con la investigación se toparon con un trabajo de un médico misionero inglés de apellido Miur, que había descubierto un producto compuesto de sulfa y el diamin llamado difenil sulfona (DDS). Entonces, buscaron la forma de conseguir varios kilos de estos componentes; y con la ayuda de un farmaceuta de origen polaco prepararon tabletas que le suministraban a los pacientes, relata el galeno. Al cabo de un año la mejoría era notoria.
“Era una maravilla, porque no había otra cosa. Entonces nos presentamos en el Ministerio de Sanidad. Iniciamos un programa de lucha antileprosa. Fuimos convenciendo a todo el mundo. Comenzó a cambiar el panorama. No tuvimos sino que meter un poco el corazón. Entrenamos a médicos para que se trasladaran a los hospitales rurales. Parecía un milagro, una película bonita”, narra.1
Todo este escenario, alentador sin duda, daba cuenta de que era y es posible humanizar el sufrimiento de la gente, quien, como sostiene Convit, espera que la sociedad en su conjunto actúe. Para reforzar sus ideas, cita al escritor alemán Goethe: “Ser humano es un deber”.
El paso siguiente fue reclutar al equipo con el que trabajaría en los centros asistenciales. Así seestructuró una red formada por estudiantes próximos a graduarse y médicos ya graduados. Algunos de ellos eran extranjeros. “…Les hablaba de la altísima tasa de infección que existía en el país, del riesgo que corríamos. No fue un trabajo difícil reunir varios grupos de muchachos. Quien tuviera dos dedos de frente, sabía que había que hacer algo. Un médico, un hombre de ciencias, no puede quedarseencerrado en cuatro paredes. Tiene que salir a la calle y ver cuáles son las necesidades de la gente.”1
En 1946, Convit es nombrado Médico de los Servicios Antileprosos en Venezuela y junto a su equipo diagnostican 18 mil leprosos en todo el país, tras lo que organizan 24 centros de atención. Ya en 1949 había uno o dos servicios de dermatología sanitaria en cada estado de la nación. Ante tales logros, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) mostró interés y envío a su personal a entrenarse a Venezuela de la mano de Convit, quien insistía en que los pacientes debían ser vistos como portadores de una enfermedad igual a las demás, y, por ende, sentían, sufrían y padecían como cualquier otro enfermo lo hacía.
La inoculación del bacilo de la lepra en armadillos (cachicamos) permitió obtener el Micro Bacterium Leprae de Armadillo que en adición a la BCG (vacuna de la tuberculosis) dio origen a la vacuna contra aquel flagelo. En 1998 la tasa de enfermos de lepra se había reducido a 0.6 casos por cada 10 mil habitantes.
Luego de controlar la Lepra y otras enfermedades endémicas, Convit se plantea el reto de crear un centro de investigaciones científicas. Así, nació el Instituto de Dermatología, que posteriormente se llamó Instituto de Biomedicina de Caracas (IBC), el cual dirige desde 1972, y es desde el 2 de julio de 1973 la sede del Centro Internacional de Investigación y Adiestramiento sobre Lepra y Enfermedades afines de la Organización Panamericana y Mundial de la Salud. Allí, después de mucho esfuerzo conjunto y continuo, surgió la vacuna contra la lepra, que sirvió de base para la vacuna contra la Leishmaniasis.
En el caso de la Leishmaniasis Cutánea Localizada (LCL), la utilización del mismo modelo de vacuna de la lepra permitía inmunizar a los pacientes que mostraban deficiencias en la respuesta específica ante el parásito. En 1987 se publicó un primer trabajo, dónde se comparan a dos grupos de pacientes: unos tratados con tres inyecciones de la vacuna antilepra y otro con 20 inyecciones de antimoniato demeglumina (Glucantime), que era el tratamiento estándar de la enfermedad. Al cabo de 32 semanas, 94% de ambas muestras se habían curado, al tiempo que se observaron efectos secundarios en 5,8% del primer grupo y 52,4% del segundo. De esta forma, la inmunoterapia se presentaba como una herramienta para tratar la LCL a costos y riesgos bajos, por lo que podía aplicarse en servicios asistenciales sin ameritar la supervisión de especialistas.
Más tarde, en 1992, la Organización Mundial de la Salud (O.M.S) y el Banco Mundial efectuaron una reunión internacional de vacunas contra la Leishmaniasis en la población de Sanare, en el occidente de Venezuela. Allí se reunieron expertos en la materia como K. Bahar, David Sacks, Fabio Zicker, Richard Locksley y José Antonio O’Daly (inmunólogo de John Hopkins University, de Estados Unidos, einvestigador del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas) y Convit, por Venezuela. Tras la presentación de las propuestas de todos los investigadores, se concluyó que el protocolo realizado por Convit y su equipo reúne todos los requisitos - en cuanto a diseño, aplicación y desarrollo general - para la posterior evaluación de la vacuna.
No obstante, se sugirió la utilización de test cutáneos de conversión después del suministro de cadadosis de vacuna. También se hizo énfasis en la necesidad de contar con “consentimiento informado” del paciente.
El mayor lauro: la misión cumplida
Si algo llamala atención de quien ha demostrado que posee dotes de gerente, ha sido su desligamiento del ámbito político o administrativo. ¿Por qué no ha aceptado cargos públicos?, surge de inmediato como una interrogante. “Eso depende de la política y yo no he tenido pretensiones de figurar, pese a que tuve varias propuestas…En alguna oportunidad me llevaron a Miraflores porque el presidente quería hablar conmigo y yo fui con gusto a ver el jefe de Estado, pero hasta allí”, aclara.
Obtener renombre parece no ser una de las ambiciones de este científico, quien, quizá inmune a los cuantiosos laureles que ha recibido, asegura que, al final de sus días, quiere ser recordado “como un médico que hizo su esfuerzo”.
En su trayectoria fructífera ha contribuido al surgimiento y desempeño de diversas instituciones y asociaciones relacionadas con la labor médica, tanto dentro como fuera del país. De esta forma, es miembro fundador de la Sociedad Venezolana de Dermatología y Venereología, de la SociedadVenezolana de Alergología y de la Sociedad Venezolana de Salud Pública.
También, es miembro del Comité de Expertos en Lepra de la Organización Mundial de la Salud, de la Asociación Venezolana para el Avance de la Ciencia, y de la Academia de Ciencias de América Latina, de la Academia Nacional de Medicina y de la Asociación Internacional de Lepra, de la Royal Society of Tropical Medicine and Higiene y miembro Correspondiente de la Society for Investigative Dermatology. Además, es miembro del Sistema de Promoción del Investigador (SPI en la categoría de Emérito (1994), y desde 1973 es miembro del Consejo de la Facultad de Medicina de la Universidad Central deVenezuela (U.C.V.). Entre sus numerosas condecoraciones, 45 en total, destacan: Premio José Gregorio Hernández (1955 y 1980). Premio Martín Vegas (1960), Orden 27 de Junio, UCV (1976), OrdenFrancisco de Miranda (1980). Título Doctor Honoris Causa otorgado por las Universidades Santa María (1981), Francisco de Miranda (1982), Nacional Abierta (1982) y la Universidad de Los Andes (1986).
Asimismo, recibió la Medalla Federación Médica Venezolana (1987) y fue postulado en 1988 al Nobel de Medicina. En 1990, fue nombrado Individuo de Número (Sillón No. XXXI ) de la Academia Nacional de Medicina. En ese mismo año, obtuvo el Premio Nacional a la Creatividad y a la Inventiva Primer Salón Nacional de los Inventos y Descubrimientos, Eureka. En 1993, se hizo con la Orden del Libertador. Más tarde, recibió la medalla "Salud para todos en el año 2000", de la Organización Panamericana de la Salud, y el premio Príncipe de Asturias.
Ha presentado trabajos en 143 reuniones científicas y tiene 262 escritos en revistas nacionales y extranjeras.
Huellas que trascienden en el tiempo
Quizá no imaginaba Convit que el cumplimiento de su deber lo colocaría en el camino del matrimonio. Así, en 1937, en su internado en el Puesto de Socorro, en las periferias del centro de Caracas, conoció a Rafaela Marotta D’Onofrio, con quien se casó 10 años después, el 1° de febrero de 1947. De esta unión, nacieron cuatro hijos: Francisco (1948), Oscar (1949), y los gemelos Antonio y Rafael (1952).
Con Rafaela, quien lo acompaña en sus viajes y apoya en sus proyectos, a quien describe como “cariñosa, una madre abnegada y apasionada, un modelo de mujer que ya no hay”, ha tratado de sembrar en sus hijos el amor al trabajo y a la naturaleza. Los frutos son ostensibles. Antonio es psiquiatra y Rafael es cirujano plástico, y viven en Estados Unidos, donde trabajan en el Manhattan Psychiatric Center, y en el Washington Hospital de la Universidad de Washington, respectivamente. Oscar, quien murió en un accidente de tránsito, se graduó de economista administrador en Houston University, al igual que Francisco. Este último, es el único que vive en el país y tiene una finca donde cría caballos. La tristeza se evidencia cuando menciona a sus nietos, cuatro en total, que están fuera del país.
Sin embargo, el legado de Convit no se reduce a su prole, que bien heredó su pasión por lo que han elegido como vocación. Pues, como bien señala Félix Tapia, inmunólogo, el Instituto de Biomedicina de Caracas “es la gran obra del médico y su verdadero legado al país, más allá del descubrimiento de la vacuna”.
Tras una vida prolífica, a los 90 años, este médico sostiene con vehemencia que no está cansado. Su único anhelo es continuar con el trabajo y preservar aquello que han conseguido, en el aspecto humano y material. De tal modo, resalta entre sus mayores logros el equipo de personas con las que cuenta, quienes han mostrado un alto nivel de compromiso con la medicina y con la comunidad. Esto, asegura, le proporciona la tranquilidad necesaria para que el asomo de la muerte no resulte abrumadora. Que, ¿si le teme a la muerte?. Afirma que no, pues esta es una manifestación de la democracia, pues llega a todos por igual. Él se autodefine como un demócrata por naturaleza.
Este punto coincide con la apreciación de Magali Ramírez, una de sus secretarias, quien le conoce desde hace más de 15 años. Ella, no sin algo de timidez, confiesa que de él ha aprendido la disciplina y el amor por el trabajo; y - aunque resulta difícil definir en pocas palabras cuáles son sus mayores virtudes - se atreve a señalar que “el doctor es incansable, es alguien que no se rinde nunca, siempre tiene algún proyecto y no está pensando en las dificultades sino en las ventajas que pueden alcanzarse”.
Aunque su labor haya sido ardua, Convit no ha dejado de lado su afición de hacer actividades al aire libre, aunque éste ya no sea tan puro como antes. Además, de un tiempo a esta parte, el estudio de la filosofía capta su interés, quizá porque la búsqueda de respuestas no ha cesado para quien ve con pláceme la importancia que ha cobrado la defensa de los derechos humanos. “No hay nada como luchar por el bienestar del hombre. El ser humano necesita sentirse respetado, tener autonomía y poder participar de forma activa en todas las actividades que lo rodean. Cuando las personas sienten que tienen voz y voto en su propia vida, están más felices”.1
Quien tiene tales inclinaciones, que sin rayar en la filantropía han marcado su existencia, señala que, cree en Dios, pero desde una óptica personal: este no está en el firmamento, distante del hombre, sino muy a su lado permanentemente.
Convit, el médico humanista y padre de familia, se perfila como un hombre que, sin autodefinirse como un soñador, pudo darle esperanzas a quienes tenían sus vidas sumidas en una pesadilla, producto de dos males voraces: la lepra y los prejuicios.